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lunes, 31 de agosto de 2009

El roble triste

El roble triste


Había una vez, algún lugar que podría ser cualquier lugar, y en un tiempo que podría ser cualquier tiempo, un hermoso jardín, con manzanos, naranjos, perales y bellísimos rosales, todos ellos felices y satisfechos. Todo era alegría en el jardín, excepto por un árbol profundamente triste. El pobre tenía un problema: No sabía quién era.

Lo que le faltaba era concentración, le decía el manzano:
- Si realmente lo intentas, podrás tener sabrosas manzanas. ¿Ves qué fácil es?

- No lo escuches, exigía el rosal, es más sencillo tener rosas y ¿Ves qué bellas son?.

Y el árbol desesperado intentaba todo lo que le sugerían y, como no lograba ser como los demás, se sentía cada vez más frustrado.

Un día llegó hasta el jardín el búho, la más sabia de las aves, y al ver la desesperación del árbol, exclamó:

- No te preocupes, tu problema no es tan grave. Es el mismo de muchísimos seres sobre la tierra. Yo te daré la solución: no dediques tu vida a ser como los demás quieran que seas... sé tú mismo, conócete y, para lograrlo, escucha tu voz interior. - Y dicho esto, el búho desapareció.

- ¿Mi voz interior...? ¿Ser yo mismo...? ¿Conocerme...? , se preguntaba el árbol desesperado, cuando, de pronto, comprendió...

Y cerrando los ojos y los oídos, abrió el corazón, y por fin pudo escuchar su voz interior diciéndole:

Tú jamás darás manzanas porque no eres un manzano, ni florecerás cada primavera porque no eres un rosal. Eres un roble y tu destino es crecer grande y majestuoso, dar cobijo a las aves, sombra a los viajeros, belleza al paisaje... Tienes una misión: cúmplela.

Y el árbol se sintió fuerte y seguro de sí mismo y se dispuso a ser todo aquello para lo cual estaba destinado.

Así, pronto llenó su espacio y fue admirado y respetado por todos. Y sólo entonces el jardín fue completamente feliz.

Yo me pregunto al ver a mi alrededor...

- ¿Cuántos serán robles que no se permiten a sí mismos crecer?

- ¿Cuántos serán rosales que, por miedo al reto, sólo dan espinas?

- ¿Cuántos naranjos que no saben florecer?

En la vida, todos tenemos un destino que cumplir, un espacio que llenar...

No permitamos que nada ni nadie nos impida conocer y compartir la maravillosa esencia de nuestro ser. Démonos ese regalo a nosotros mismos y también a quienes amamos

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El osito azul

*Este cuento al igal que el de abajo "el gigante egoista" Eran dos de los que me gustaban cuando era mas pequeño, y realmente son muy buenos... lo se, son largos pero vale la pena leerlos. Además no seas flojo que por no leer Mexico esta como esta jeje.

EL OSITO AZUL



Había una vez un oso, un osito con la piel de lana color azul celeste, que vivía con un niño rubio, muy blanco, de pupilas muy verdes y sonrisa clara, tan clara, que parecía un hilito de agua ahondando pocitos sobre sus mejillas.

Una día, cuando los luceros del alba comenzaban a parpadear entre las sombras, el niño aquel cerró los ojos y se fue de viaje.

No sabía el osito a dónde ni por qué; lo que sabía era que había quedado solo, inmensamente solo. Ya nadie lo alzaba de la pequeña mecedora en donde la señora le sentó cuando el niño partió. Nadie le daba apretujones, ni besos, ni abrazos, ni lo bajaba al patio a jugar con los chicos del vecindario, ni salía de paseo en el carrito de madera en el cual solía su amito dar unas vueltas por el parque.

Permanecía el día entero allí sentado en el mismo sitio, inmóvil, hastiado, mirando siempre las mismas cosas, sin aire, sin sol, sin la risa ni el juego de los rapaces que fueron durante un tiempo sus compañeros de retozo.

Una noche en que entró la luna a pintar de blanco todas las cosas de la alcoba, halló al osito despierto y cabizbajo con los ojos redondos cuajados de lágrimas de vidrio y el corazón colmado de una tristeza de aserrín.

Se sorprendió el astro que siempre lo había visto dormido o tranquilo y mientras se ocupaba en platinarle el pelo le preguntó qué le ocurría.

El osito le contó su cuita. Fue tanto lo que dijo y tanto habló de sus pesares, que la luna tuvo que guiñar los ojos para que el llanto no apagara la luz de su cara.

– Si fueras un niño, un día u otro te reunirías con él...

– Pero no soy un niño.

Y era verdad; era sólo un osito de tela con lana rizada color azul celeste y el cuerpo relleno de virutas de aserrín.

– Si fueras un hada podrías convertirme... –replicó el osito un poco molesto por no ser humano; y la luna llena, que tampoco quería parecer a menos, le contestó enseguida.

– Yo soy el Hada de la Luz Nocturna y aunque no puedo convertirte en ser de carne y hueso, sé de una manera como podrías llegar hasta donde está el niño... No, no puedo decírtela, –agregó apresuradamente al notar que el osito estaba pronto a preguntarle–, si te la dijera, la gente y muchos hombres de la tierra, querrían imitarte...

Más ese osito adujo que ningún hombre iba a saberlo. Él guardaría el secreto en lo más íntimo del alma y cuando ya se hubiera ido, nadie sabría ni a nadie le importaría por qué ni cómo había salido del dormitorio.

Le repitió llorando sus desventuras y la luna, que era un tanto romántica y el infortunio de los otros le conmovía hondamente, terminó por decirle:

– Cuando yo me haya ido, crecerá la sombra por el firmamento; yo volveré entonces con mi hoz dorada para segar esas tinieblas y me iré convirtiendo en una barca de oro que bogará por el espacio toda la noche. Espera ese día y embárcate en mi esquife. Te llevaré alto, muy alto, cada vez más alto y después lejos, muy lejos, cada vez más lejos hasta que llegue la alborada. Entonces, por la primera rendijita de sol que abra una herida en el horizonte, cuélate al cielo y allí entre muchos otros, encontrarás al niño.

El osito le hizo notar la dificultad de subir a bordo de la barca de oro porque estaría muy alta.

– Yo te alzaré con un rayito de luz y te subiré hasta ella.

Y así convenido, el osito de felpa le dio las gracias muchas veces y terminado el plenilunio se fue también la luna. Todo se volvió negro como un gran cofre de azabache; y el osito comenzó a contar los días que pasaban.

Pero es el caso que como no sabía mucho de números, perdió la cuenta; mientras más se esforzaba por hacer un cálculo aproximado del tiempo transcurrido, más se ofuscaba y su angustia crecía en miedo de que llegara el día esperado y no viera en el cielo la barca de oro de la luna.

En su afán le parecía que el tiempo no corría o había corrido demasiado y principió a desesperarse y a interrogar a todos los objetos del cuarto.

Era el caso que allá en la medianoche, cuando la oscuridad hechizaba el lugar y el Hada Silencio con su varita mágica les otorgaba a todos la facultad de hablar, la estancia se convertía en una tertulia muy amena.

Únicamente la soñolienta lámpara que vestía una falda color de rosa era quien tenía sueño después de apagada. Le incomodaba un poco la charla de los otros y a veces protestaba, pero ya nadie le hacía caso. Cuando insistía en rezongar, el florero de loza cuya semblanza con la discreta lámpara le había proporcionado más de un disgusto solía criticarla con el vecino más cercano. Aquella noche comentó al respecto:

– ¿No es ridículo usar esa pantalla desproporcionada en vez de adornarse simplemente con flores?

– Quizá es peor necesitar de ellas para verse completo... –replicó la lámpara que alcanzó a oírle–, cada vez que te dejan el cuerpo vacío parece que te hubieran cortado la cabeza.

Las figulinas de porcelana japonesa que adornaban el tocador de la señora reían con su risita delicada que amenazaba volverse añicos a cada instante. Les divertía grandemente la vieja rencilla del florero y la lámpara.

– En vez de casarse... –apuntó una de ellas.

– Tendrían una linda familia de floreritos con pantallas y lamparitas florecidas...

Y aunque algunos celebraron la ocurrencia y acogieron la agudeza como una idea factible, el florero protestó indignado. Nunca sus parientes se habían mezclado con plebeyos; su linaje era puro, acrisolado en hornos donde cocían el barro hasta trocarlo en porcelana, mayólica, en vidrio o en tantos otros nombres que apellidaban su familia de estirpe preclara...

El relojito despertador la interrumpió para inquirir por el significado de aquella palabra.

– ¿Preclara?... es algo que se puede usar para todo, –intervino la pluma que acostumbraba a apresurarse a dar explicaciones–, yo lo he visto escribir mucho a la señora: agua clara, tinta clara... día claro...

Mas el diccionario no podía permitir que se confundieran de esa manera los vocablos y de un solo tirón se abrió en la página en la cual se encontraba el susodicho término e interrumpió a la pluma para leerles.

– Preclara, adj., insigne, ilustre, digno de admiración y de respeto...

Los objetos del cuarto se miraron entre sí guardando un significativo y prudente silencio. Únicamente el alfiler de cabecita arguyó que él había frecuentado aristocráticos salones en donde se reunía la más alta nobleza; había ido prendido a los vestidos de las señoras aristrocráticas y ninguna de ellas era de loza, ni de vidrio, ni de barro cocido. Pero su voz era tan delgadita que se ahogaba en el fondo del costurero. Además, parecía que a nadie le interesaba tales observaciones; ni siquiera el osito prestó atención a sus palabras y su ilustrada mediación le llenó de esperanzas. Indudablemente el docto volumen podría informarle cuándo llegaría al cielo la barca de oro de la luna. Con mucha decencia le interrogó al respecto y el libro después de oírle atentamente, volvió a abrir sus hojas hasta encontrar en otra de ellas: Luna, satélites de la tierra, cristal de un escaparate...

¡Más le hubiera valido al osito no haber lanzado esa pregunta!... la respuesta del cultísimo tomo causó un disturbio general, pues tanto el espejo del armario como el del tocador y hasta el de mano, protestaron a coro.

¿Cómo podían parangonar la belleza permanente de sus láminas azogadas con la anémica fase que por breves ciclos argentaba a la luna?...

El alfiletero objetó que ésta era una explicación muy deficiente y añadió en voz baja que el léxico presente debía ser muy malo, pues cualquier otro diccionario habría ofrecido una definición más explícita. Y oído esto por el libro fue tan de su enojo, que al cerrarse de un golpe en señal de protesta, cayó al suelo estrepitosamente y casi se desencuaderna.

Todos los útiles del escritorio intervinieron para apaciguarle. La pluma con suma diplomacia, le hizo ver que el alfiletero era un viejo neurótico de tanto pinchazo y que los espejos estaban infatuados de tanto copiar la vanidad humana que se miraba en ellos.

El reloj agregó que debía desdeñarse la opinión de enseres superfluos, ociosos, sin otra ocupación que satisfacer presunciones mundanas, y era tal su elocuencia que el osito fascinado con los juicios del sentencioso mediador, resolvió dirigirle a él la misma pregunta.

El reloj no sabía. ¿Cómo iba a saberlo si pasaba ocupado las veinticuatro horas del día, dando vueltas y más vueltas para medir el tiempo?... ¿En qué momento iba a dedicarse a contar los días que pasaban entre luna y luna?... Cuando la existencia se consagra a un deber, a un solo deber como el suyo, cualquier otra cosa estaba desprovista de valor y de mérito y los niños, la luna, los juguetes y demás futilezas similares, carecían absolutamente de importancia. ¡Si por lo menos la luna le hubiera dicho exactamente en horas los días que faltaban!...

– O en pulgadas... –terció el metro que permanecía enroscado como un caracol de guarismos, dentro del costurero.

Era verdad, era verdad... El osito de tela con piel azul celeste sintióse avergonzado y se le humedecieron los ojos de vidrio.

– Tal vez un almanaque puede informarte –sugirió la polvera de plata que aunque nunca se dignaba conversar sino con el joyero, el cepillo y el peine de su misma clase, se sintió enternecida por las penalidades del osito. Y éste se llenó de esperanzas, mas inmediatamente volvió a entristecerse. ¿Dónde conseguirlo?... no lo había en el cuarto, no lo había en la sala, no lo había en la casa entera. Alguien criticó a la señora: ¿cómo podía vivir sin almanaque?... pero el reloj determinó que con saber la hora ya era suficiente.

– Quizás las rosas del florero... –insistió la polvera con su voz perfumada.

Y éstas se balancearon negativamente sobre sus tallos frágiles. ¡Qué iban a saber ellas que eran tan jóvenes!... desde que comenzaron a abrir sus capullos lucieron tan bellas que el jardinero las cortó para adornar la casa. Todo el mundo se maravillaba de sus hermosuras, todo el mundo...

Y el osito cada vez más acongojado, comprendió que en la alcoba como en la especie humana, cada cual se creía superior a los otros y cada cual sentíase demasiado importante para ocuparse de una cuita o de los intereses que no fueran propios.

Con gran desaliento resolvió asomarse por la ventana abierta y escudriñar el cielo. Vio las nubes densas, vio unas estrellitas como hechas de fuego y en el jardín divisó los geranios que florecían como rubíes en sus macizos de esmeraldas. Inclinó el cuerpo para preguntarles:

– ¿Saben ustedes, cuándo llega la barca de oro de la luna?...

Hasta él llegaba el aroma dulce de los botones entreabiertos; podía percibir los aterciopelados pétalos color cereza, pero no oía las vocecitas que le contestaban.

El osito azul se inclinó tanto en su ansiedad, que se fue de bruces y cayó entre los setos de lilas florecidas.

Pasado que hubo el primer instante de susto y la sorpresa consiguiente y cuando estuvo un tanto recuperado del golpe recibido, el osito contó a los arbustos lo que había ocurrido y rompió a llorar amargamente.

Lloraba por lo sucedido y por lo que había de suceder si lo encontraba el jardinero y lo conducía al ama; ella, para que no volviera a acaecer una segunda vez, lo encerraría con llave adentro del armario a donde el rayito de luz de la luna no podría enlazarlo para subirlo hasta la barca que habría de llevarlo en busca del niño.

Las plantas conmovidas le fueron consolando con besos menudos y tiernos que olían a savia y a resina verde. Ellas lo esconderían, prometieron, le cubrirán con su espesura para que ninguno pudiera encontrarlo y mientras tanto preguntarían al jardín entero, si alguno sabía cuándo comenzaría a segar la sombra la hoz dorada de la luna.

De hoja en hoja se repitieron la pregunta hasta llegar a la copa de los árboles más altos que negativamente movieron su fronda con un sincero desaliento.

– Preguntaremos al rocío... –prometieron las hojas y al llegar la aurora todas abrieron sus manitas y recogieron en sus palmas una gotita de diamante. En tanto las acunaban en sus cuencos verdes, fueron consultándoles y ellas temblaban como lágrimas porque lo ignoraban.

Entonces las gotas pensaron que tal vez el sol podía informarles y cuando el primer rayo comenzó a evaporarlas, le interrogaron.

El sol sabía menos; cuando él aparecía por el horizonte la reina blanca se ocultaba; nunca se encontraron; además, ¿para qué deseaban el rocío y las hojas saber aquello?

– Tal vez los pájaros...

Insinuó en tono despectivo después de oírlas y hasta las flores contagiadas de esperanza, embalsamaron el aire con su mejor fragancia. Evidentemente, los pájaros que volaban tan alto y llegaban cerca de las nubes, tenían que saberlo.

Mas, ¡oh, terrible desconsuelo!, las aves respondieron que a ninguna de ellas les agradaba la claridad lunar. Una vez, contaba la leyenda, la luna enojada con un pajarillo que le picó en la cara creyendo que era una flor del cielo, le condenó a vivir lejos del sol, ciego a la luz del día, los ojos redondos abiertos a la sombra, las uñas negras, el pico encorvado en busca de roedores pequeños para alimentarse o sorbiendo aceite y cortando la noche con su graznido conocido como un augurio próximo de mala suerte. No, no querían los pajarillos del jardín convertirse en lechuzas, ni en búhos, ni en mochuelos o animal parecido.

Por eso, cuando la tarde comenzaba a empolvarse con un color ceniza, las pequeñas aves corrían a cobijarse en el ramaje de los árboles; hundían los picos debajo de las alas y no sabían, ni querían saberlo, a qué hora llegaba ni a qué hora se iba, la Hechicera de la Luz Nocturna.

– Es un Hada... –les explicó el osito defendiéndola, pero los pajarillos movieron sus plumitas dudosamente y se fueron piando de rama en rama.

El jardín quedó convertido en un activo círculo de interrogaciones. De labios de las hojas pasó a las rosas y de éstas al oído de las mariposas; se congregaron las libélulas que conocieron al niño, desplegaron sus alas versicolores y llevaron la pregunta más allá del pénsil, hasta los juncos que crecían en las riberas del lago.

El lago se estremeció de orilla a orilla con una dulce palpitación azul como si dentro, muy dentro, le hubiera latido fuertemente el corazón. Y era que se decía que él siempre había estado enamorado de la luna, aunque en realidad no se sabía a ciencia cierta si era la luna quien estaba enamorada de las aguas azules, se sumergía en su cristal, o si era el lago quien apasionadamente se cristalizaba para poseerla.

El caso era que en los plenilunios, ella solía hundirse en el reposo de las aguas y permanecía inmóvil, redonda, como una medalla de oro caída en el fondo de un estuche de algas. Pero ni aun por eso pudo el lago indicarles cuándo arribaría la barca de oro de la luna.

Se consultó a los gusanillos, a los escarabajos, y hasta las hormigas que trabajaban afanosamente sin querer perder tiempo en aquellas averiguaciones. ¡Si se hubiera tratado de la lluvia!... le argumentaron al osito, entonces sí sabrían decirle porque ellas olfateaban los aguaceros, ¿pero la luna?... no, no sabían nada de la luna.

En tanto la señora se asomó a la puerta. Parecía que la pérdida del pequeño osito había causado una profunda conmoción en la casa entera. Se consultaba al jardinero, se interrogaba a las criadas, se interpelaba a los chiquillos del vecindario.

Una de las fámulas acusó al muchachito que compraba los frascos vacíos. El osito recordó que al niño le gustaban los vendedores ambulantes que recorrían las calles modulando pregones y entre ellos, el rapazuelo desgreñado, de pies descalzos, la ropa sucia y rota y un saco a la espalda, lleno con botellas que repiqueteaban como marimbas:

– Coomproo fracoo e booteeellas... Agua e colooonia... aceiitiiii... i... ricinooo...

Y el niño salía corriendo hacia la puerta para regalarle los envases de vidrio que hubiera en la casa. Rememoró el osito que la primera vez que el niño dijo al muchachito que los frascos vacíos no valían un céntimo, le miró desconfiado de no haber entendido; los tomó deprisa, aceleró el paso y se alejó volteando de rato en rato, con nervioso recelo de haberlos robado. Después, ya sabía que el niño lo hacía de acuerdo con su madre y le gritaba desde lejos.

– ¡Eh! tú, ¿no tienes botellas?...

Al niño no parecía enojarle la descortesía; si las tenía se las daba y el otro las tomaba sin retornar las gracias; si no, seguía su andar sin rumbo, silbando entre las pausas que rompían brevemente su cantinela de cristal.

Siguió el osito recordando que las criadas le tenían desconfianza; ahora le acusaban; se ensañaban en el inculpado como posible responsable a juzgar por la miseria de su ropa y la expresión taimada de sus miradas. Y la señora con los ojos húmedos no encontró razones para defenderlo.

La cocinera, que tenía aficiones detectivescas, sugirió que se buscara entre los arbustos a ver si al halarle –porque indudablemente le habían sacado con un gancho por la ventana abierta– había caído entre las lilas.

El osito tembló, y temblaron las hojas que se curvaron contra el muro para resguardarle bajo su espesura. Afortunadamente para ellos, la doméstica comisionada para la búsqueda se encontró de paso con el jardinero y entablaron una charla tan entretenida, que se olvidaron de las lilas, del oso, del niño, y del botellero.

Más tarde la holgazana contestó a la señora que no, que no había nada entre los setos florecidos. Y sonrió el osito con su hocico de seda y sonrieron las hojas y hasta las hormigas se detuvieron a sonreír y a criticar la indolencia y la haraganería de la doncella del servicio.

Aquella mañana, al pasar el mozo con su cesto colmado de frutas tropicales, hubo un nuevo motivo de sobresalto. Se acercó a la verja como siempre hacía; cuando el niño vivía, solía permitirle que hundiera sus manitas blancas dentro de la canasta pletórica de sabores y aromas, para que él escogiera a su antojo; luego le daba de ñapa un manguito de azúcar, la cáscara encendida en su color de llama y cuando el niño hincaba sus dientecitos en la carne madura y gustosa, sonreía complacido al ver cómo chorreaba por su cara el jugo de oro.

Mientras la señora contaba al muchacho lo que había pasado, éste seleccionó por sí mismo las mejores naranjas y las tendió a la dueña entre sus manos ásperas color canela. No se atrevió a ofrecerle el manguito de azúcar; tomó la cesta grávida de color y fragancias y se alejó despacio, embalsamando el aire con sus agridulces pregones frutales.

Así fue que pasado el primer peligro, los arbustos se dieron a la tarea de consultar a las arañas, a los lagartos y mosquitos y a cuantos insectos cruzaban por sobre la corteza de sus troncos. Ninguno sabía.

Al llegar la tarde se habló a las palomas de picos azulados y plumaje pizarro que regresaban al palomar. Algunas eran blancas, muchas tenían los pies calzados con plumillas negras; otras las patas rojizas, y todas los cuellos vibrátiles con reflejos metálicos de un verde ácido que se amorataba como un vino tinto sobre sus pechos opulentos.

Antes de recogerse bajaban al patio y picoteaban en la tierra; a menudo se inflaban y esponjadas, se iban rondando unas a otras con un arrullo blando, triste y amoroso que llenaba la hora de melancolía.

Tampoco sabían nada. Se interrogó a las luciérnagas y a las cigarras que preparaban su diario concierto, con gran entusiasmo. Todo en vano; ambas se entregaron a una disertación de orden personal en vez de contestar directamente la pregunta; hablaron de una perfecta acústica y el admirable fondo que hacía la sombra a sus voces y luces, y como los arbustos insistieran en saber de la luna, se manifestaron francamente extrañados. ¿La luna?... no realmente la luna no les interesaba.

Mas he aquí que a medianoche, cuando la oscuridad comenzó a formar cuevas de miedo entre los árboles, en los recodos de los caminos, en torno de las piedras y bajo el alar de los tejados, un ratoncito gris, ágil y nervioso cruzó por enfrente del osito que tenía el pelaje color azul celeste y se detuvo sorprendido.

Se quedó mirándole detenidamente y dijo:

– Yo te he visto a ti en alguna parte...

Le brillaban mucho los ojillos estrechos como pepitas de azabache. Las hojas desconfiadas se estrecharon contra el pequeño osito y relataron al ratón las dificultades que atravesaban. El roedor encomió los sentimientos del pequeño osito, ponderó la abundancia de aserrín que revelaba su panzudo cuerpo y prometió ayudarles. Preguntaría al almanaque de la casa vecina en qué fecha debía llegar la barca de oro de la luna y con una mirada llena de codicia que llenó de miedos al oso de tela, se escurrió como había llegado, sin ruido, liviano, veloz y hábilmente.

Cundió el regocijo entre los que oyeron la grata nueva. Las flores y las hojas mecían su contento movidas por un soplo de brisa húmeda que también parecía regocijada con la buena esperanza. Hasta los pajarillos entreabrieron los párpados bajo las plumas de sus alas.

Tornó el ratoncito. Marcaba el almanaque el cuarto creciente dentro de siete días pero anunciaba para antes grandes tormentas y le aconsejaba al osito de lana que fuera razonable y volviera a su casa si no quería pasar muy malos ratos.

Después de prometerles volver cuando el tiempo se lo permitiera, se despidió el ratoncito y antes de que las lilas tuvieran oportunidad de comentar las sospechosas miradas y las equívocas intenciones del informante, comenzaron a caer grandes goterones.

– El cielo está llorando... –murmuró el osito–, parece que las nubes se han puesto tristes.

Las hojas de los arbustos no contestaron porque efectivamente sentían que rodaba sobre su verdura, algo así como lágrimas.

El osito con lana color azul celeste empezó a sentir frío; se lo dijo a las ramas y éstas se apresuraron a curvarse con la intención de resguardarlo, pero aquello no servía de nada; antes, por el contrario, cada una de ellas dejaba caer más gotas de llanto sobre la piel de seda.

De rato en rato, como si Dios lanzara serpentinas de fuego, se iluminaba el ámbito; todo se veía claro como en la luz del día. Las nubes se agrupaban densas e hinchadas sobre el firmamento; el viento rugía y arqueaba las ramas altas de los árboles; el estampido de los truenos hacía temblar de espanto a todos los seres y el agua, la dulce agua nacida del fuego, caía... caía... caía...

Al principio el osito trató de reanimarse con las palabras de los setos que le infundían aliento, pero cerca del amanecer perdió toda esperanza de que escampara y aterido y yerto, cesó de quejarse.

Se hizo de día sin que el sol asomara por el horizonte. Una neblina pálida cubría el espacio amortiguando los colores y helando el aire que soplaba intensamente frío.

La señora se asomó al alféizar de la ventana. Con un papel en blanco que tenía entre las manos, hizo un barquito y desde arriba, lo arrojó hasta el patio.

La navecilla flotó un instante; luego se fue llenando de lluvia y de fango y finalmente naufragó bajo el espejo de agua que formaban los charcos.

El osito sintió que todo el llanto de su alma afluía a sus ojos y se transparentaba en sus pupilas de cristal. Las hojas conmovidas le preguntaron:

– ¿Quieres que te dejemos al descubierto?...

Así la señora podría avistarlo y le recogería... pero el osito no convino en esto. Movió tercamente su gran cabezota. Si la señora lo encontraba tal vez podría arreglarle y lo guardaría bajo llave dentro del armario, ¿cómo podía entonces la luna llena enlazarlo con su rayito de luz pálida para izarlo hasta la barca de oro que habría de llevarlo en busca del niño?... No, no podía ser, aunque estuviera calado hasta la médula y le dolieran de frío las entrañas de aserrín.

Y así pasó el día. Casi todas las rosas se deshojaron silenciosamente; los pájaros permanecieron inmóviles bajo la fronda húmeda; las mariposas no acudieron a libar en las flores; las abejas se mantuvieron recogidas en sus colmenares; el botellero, no pasó, ni acudió el jardinero, ni hubo otro ruido en el jardín que el caer del agua hilando cortinas de melancolía.

Por la tarde aún llovía torrencialmente y por tres días consecutivos continuó lloviendo. Unas veces más, otras veces menos, con ligeras treguas, pero al osito ya no le importaba cómo fuera. Tenía empapado hasta la última viruta de sus adentros, las cuales comenzaron a esponjarse más y más hasta que reventaron las costuras de lienzo donde estaba urdido el pelaje crespo de su preciosa piel de luna.

Sobre la espalda se abrió una brecha honda que sangraba aserrín; algunos de sus miembros se dislocaron; las orejas se desprendieron del cuerpo y cayeron al suelo sus bellísimos ojos de vidrio ambarino.

Ahora estaba ciego; ciego como el pájaro que le había picado la cara a la luna; ciego como el viejecito que pedía limosna; ciego como el enfermito que vivía enfrente de la casa del niño. Y el osito de lana color azul celeste, ni siquiera pudo llorar su desgracia.

En la madrugada del cuarto día, la aurora vertió sus rosicleres allá en lontananza y paulatinamente se inundó el cielo de colores.

Pasaron corriendo los dos muchachitos que vendían periódicos y se detuvieron exactamente en el lugar donde estaba tumbado el maltrecho osito.

– ¿Quieres que te dejemos descubierto?... –instaron las lilas, pero el osito rechazó obstinadamente y se alejaron corriendo los dos muchachos, mientras voceaban sin tomar aliento.

– Prensaa... y Heraldo. o...

Aparecieron las hormigas listas y habilidosas, al parecer muy contentas con el tiempo que pronosticaba el aire seco, parloteaban con todos y se acercaron al osito a preguntarle cortésmente cómo le había ido durante el temporal.

Su sorpresa no tuvo límite al hallarlo en estado tan lamentable. ¿Qué le había pasado?... ¿qué sucedió a su pelo color celeste?... ¿se lo tiñó la bruma de los días pasados?... ¿qué fue de sus ojos de iris ambarino? ¿Quién le hirió tan hondo en el costado?...

Con una gran curiosidad se fueron subiendo por sus patas, por la hinchada panza, por la gran cabezota mojada y sin ojos y se asomaron por la brecha, cuchicheando entre sí.

Al osito no le gustó nada aquel hormigueo. Hablaban muy bajo, rozando entre ellas sus diminutas cabecitas negras, pero aun estando ciego y no oyendo nada, podía presumirse lo que discurrían. Antes que nadie lo maliciaron las hojas que ya sabían por experiencia propia de la voracidad inescrupulosa de aquellos insectos.

Afortunadamente, a poco de suscitarse la amenazante invasión llegó una hormiga de mayor tamaño que revestía todo aspecto de capitanear al batallón de neutras y con ciertas órdenes modificó los malintencionados cuchicheos. Había una gran cantidad de animaluchos ahogados que era necesario recoger, almacenar cuanto antes; pronto llegarían los pájaros, las sabandijas y algunos otros camaradas que se dispondrían a darse un banquete con los bichos muertos y había que apresurarse para ganar la delantera.

Así pues se dieron a la tarea de cargar con todas las víctimas del aguacero y el osito alentó la esperanza de que el sol secara sus entrañas, se contrajeran nuevamente las virutas mojadas y la herida cicatrizara antes de que volvieran.

Fueron sucediéndose uno tras otro los habituales hechos cuotidianos; pasó el botellero con su mirada socarrona y sus marimbas de cristal; el jardinero podó unos rosales, recortó los juncos de la enredadera de Capitanes de oro y se evitó el reguío porque el césped estaba completamente húmedo.

A eso del mediodía llegó el carbonero. Era un zagalote que había mimado al niño. Cuando estuvo presente le subía de un golpe sobre el borriquete y le hacía galopar alrededor del patio.

Los ojos del niño se dilataban de alegría y de miedo y el asno trotaba y trotaba con paso alegre como si supiera que sobre su lomo iba una carguita blanca con peso de espuma, de lirio o de nieve.

Las lilas tuvieron un momento de ilusión porque cuando el muchacho se internó en la cocina a dejar el carbón, el pollino dio muy lentamente la vuelta al patio, se detuvo un instante donde estaba el herido y las hojas creyeron que acaso ahora sí dejaría el osito que lo descubriera. Pero el osito no aceptó y el burro siguió paso a paso con su gris cabeza un poco inclinada, un mucho afligida, como si comprendiera que esta vez no llevaba a cuestas la carguita blanca de la alegría del niño.

Y llegó la noche. Las estrellas abrieron sus ventanitas y la luz del cielo se asomó a ellas titilando.

El ratoncito no apareció sino hasta muy avanzada la sombra. A todos complacía el volver a verle porque traería noticias seguras sobre el tiempo que aún faltaba para que arribara la barca de oro de la luna. Mas aquel regocijo trocóse pronto en pesadumbre, pues el ratoncito, después de lamentar la ceguera del osito, el deterioro de su preciosa piel y la herida profunda abierta en su espalda, manifestó sus deseos de extraer algunas virutas del costado abierto.

Fue inútil que las lilas se indignaran de aquello; que los rosales protestaran; que el osito olvidando su agradecimiento, se negara a ello. El ratoncito, con argumento de orden facultativo, fue poniendo en práctica sus buenas razones. ¿No había sido por demasiado lleno que se había reventado?... pues bien, unas partículas menos le servían de alivio. Él había escuchado que en medicina, ésta experiencia se llamaba sangría. Una sangría de aserrín que él aprovechaba. Después de todo, el estado general del osito hacía presumir que moriría pronto.

El osito no comprendió bien el sentido de aquellas palabras, pero las flores, que sabían de la vida breve y la temprana muerte, se balancearon tristemente.

Al llegar el día, exhausto y medio vacío, el osito lloró por los huecos donde habían estado sus ojos de vidrio, pensando que la luna no le reconocería en aquella situación ni que quizá tampoco querría que él subiera a bordo de su barca de oro.

Las hojas trataban de reanimarle con el breve plazo que señalaba el almanaque: ellas le contarían al Hada de la Luz Nocturna lo que había pasado; pero el osito sentíase irremediablemente atribulado y ninguna palabra conseguía confortado.

Volvió a reanudarse la vida diaria. Los pájaros piaron desde sus nidos, los capullos cerrados abrieron su sonrisa de rosas plenas, las hormigas tornaron con sus pequeñas cabecitas negras, y con ellas, la de mayor tamaño que las dirigía.

Ahora sí había llegado la hora esperada. Se habían terminado los insectos muertos; el aserrín del osito se hallaba menos húmedo, precisamente lo que ellas querían para aligerar el paso y cargarlo hasta el hormiguero, pues precisamente les urgía un poco de madera para algunos arreglos que necesitaban en sus viviendas subterráneas. ¿Qué mejor ocasión podía presentarse?...

El jardín entero protestó del abuso. Las mariposas indignadas revolotearon con actitud amenazadora; las abejas rezongaron a coro; eso era un atropello, una injusticia, una sirvengüenzura de las hormigas.

Pero fueron protestas estériles; ladridos de perros a la luna. Ya se sabía que las hormigas no se paraban en mientes para llevar a cabo sus activos propósitos y que siempre sostenían sus laboriosos principios.

En pequeños grupos, cuadruplicaba la fuerza de sus cuerpecillos, fueron arrastrando viruta por viruta, el aserrín que había llenado la hermosa figura del panzudo osito.

Durante el proceso, se oyó a lo lejos el aguzado sonar de una flauta que anunciaba al viejo afilador.

Aunque el osito ya no podía verle, sintió cuando el hombre allegóse a la puerta, echó a dar vueltas la dura piedra de amolar que hacía saltar una lluvia de estrellitas de fuego. El osito recordó cuánto le gustaba al niño darle de sus cuchillos y tijeras por mirar el aro de chispas doradas.

Una vez, evocó el osito, había pasado otro afilador con un organillo y un monito rucio con casaca roja, sombrero de pana y una pandereta donde recogía el dinero que los curiosos le daban en pago de sus gracias.

Aunque el mico era a simple vista un animalucho desabrido y feo, con los ojillos lacrimosos y la piel deslustrada, el niño se había fascinado con él e hizo que la señora le diera unas cuantas monedas para que el infeliz, dándole vueltas al manubrio del organillo, repitiera algunas tonadas populares de aires melifluos y llorones.

El osito siguió recordando, no sin cierta especie de íntimo bochorno, que había sentido celos. Celos del movimiento y de la vida de aquel miquillo desabrido y feo. Y añorando aquello fue tal su nostalgia, que las hojas notándola le repitieron:

– ¿Quieres que te dejemos al descubierto?...

Era una buena oportunidad. El viejo manco le vería, revelaría su hallazgo y la señora contenta lo recogería. Las hormigas...

No, no quería el osito semejante cosa y con gran entereza siguió moviendo la cabeza en un gesto negativo hasta que se perdió a lo lejos la cadencia metálica del caramillo del afilador.

Esa misma tarde, una tarde color rosa que hacía del firmamento un inmenso pétalo, apareció en lontananza algo así como una tajada ligeramente más rosada que parecía a distancia una torreja de melón.

Al crecer las sombras fue precisando sus contornos y volvióse una hoz dorada que comenzó a segar la oscuridad. El espacio se fue azulando poco a poco, cada vez más, un poco más, y más y más, hasta que el cielo semejó un cóncavo de planta y por él, subiendo lentamente, avanzó la luna como una barca de oro pálido.

La piel del ratoncito que había llegado en ese instante, temblaba como azogue mientras las hojas que también parecían láminas de argento contaban a la luna lo que había ocurrido: el osito temía que el Hada de la Luz Nocturna no lo quisiera a bordo de su esquife de oro; temía que así deshecho no lo reconociera el niño, es más, podría hasta no gustarle destrozado, ciego sin su preciosa piel de seda; pero el Hada Nocturna sonrió a estos temores y les explicó a las hojas:

– Esa es la vestidura que Dios le puso para cubrir su alma...

Y arrojando un rayito de luz, enlazó al osito por la mitad del cuerpo y lo izó hasta a bordo de su barca que seguía rumbo al infinito, por el añil intenso de un espacio sin límites.

Cuando alumbró el alba, los arbustos se inclinaron sobre el guiñapo que había sido en un tiempo un osito de tela con lana color cielo y lloraron todas las gotas de diamante que dejara el rocío sobre la ternura de sus hojas verdes. Luego enderezaron su ramaje y en la mañana muy temprano, la señora que había bajado al patio a cortar unas rosas para colocarlas junto al retrato del niño, vio debajo de los setos de lilas, los restos haraposos del pequeño osito.

Hubo una nueva agitación en toda la casa. Acudió el jardinero; se avergonzaron las criadas; se envaneció la cocinera por su acertada hipótesis y al fin, cuando quedó a solas, en un rinconcito del jardín, la señora misma le cubrió de tierra y sembró en ella florecillas.

Días más tarde, sobre unos pétalos que parecían de terciopelo azul celeste, guiñando los ojos con maliciosa complicidad, se detuvo un instante la luna llena que sonreía en silencio con su ancha bocaza de plata.



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El gigante egoísta

El gigante egoísta

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura, que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.
—¡Qué felices somos aquí! —se decían unos a otros.
Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.

—¿Qué hacen aquí? —surgió con su voz retumbante.

Los niños escaparon corriendo en desbandada.

—Este jardín es mío. Es mi jardín propio —dijo el Gigante—; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.

Y de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:

“ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA

BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES“.

Era un Gigante egoísta...

Los pobres niños se quedaron sin tener donde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.

—¡Qué dichosos éramos allí! —se decían unos a otros.

Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños, que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.

Los únicos que ahí se sentían a gusto, eran la Nieve y la Escarcha.

—La Primavera se olvidó de este jardín —se dijeron—, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.

La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.

—¡Qué lugar más agradable! —dijo—. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.

Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.

—No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí— decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco, espero que pronto cambie el tiempo.

Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.

—Es un gigante demasiado egoísta—decían los frutales.

De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.

Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.

—¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera —dijo el Gigante y saltó de la cama para correr a la ventana.

¿Y qué es lo que vio?

Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.

—¡Sube a mí, niñito! —decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.

El Gigante sintió que el corazón se le derretía.

—¡Cuán egoísta he sido! —exclamó—. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.

Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.

Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.

—Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos —dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.

Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.

Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.

—Pero, ¿dónde está el más pequeñito? —preguntó el Gigante—, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?

El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.

—No lo sabemos —respondieron los niños—, se marchó solito.

—Díganle que vuelva mañana —dijo el Gigante.

Pero los niños contestaron que no sabían donde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.

Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.

—¡Cómo me gustaría volverle a ver! —repetía.

Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.

—Tengo muchas flores hermosas —se decía—, pero los niños son las flores más hermosas de todas.

Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.

Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado y miró, miró…

Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín, había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.

Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:

—¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?

Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.

—¿Pero, quién se atrevió a herirte? —gritó el Gigante—. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.

—¡No! —respondió el niño—. Estas son las heridas del Amor.

—¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? —preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.

Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:

—Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.

Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.



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sábado, 29 de agosto de 2009

Frases Graciosas

* Recuerda siempre que eres único... Exactamente igual que todos los demás.

* El problema de los imparciales es que están sobornados por las dos partes.

* ¿Y por qué no ejecutan a los malos compositores?

* Para un erudito debe ser terrible perder el conocimiento.

* Sé bueno con tus hijos. Ellos elegirán tu residencia.

* Hay tres tipos de personas: los que saben contar y los que no.

* Diplomacia es el arte de decir "bonito perrito"... hasta que puedas encontrar una piedra.

* Un día sin sol es como, ya sabes, noche.

* La marihuana causa amnesia y... otras cosas que no recuerdo.

* Persona muy ocupada busca relación seria para el 13 de Mayo de 2002, a las 22:30 horas.

* Ejecutivo agresivo busca monedas antiguas para partirles la cara.

* En estos tiempos se necesita mucho ingenio para cometer un pecado original.

* Solo quien ha comido ajo puede darnos una palabra de aliento.

* Mi mujer tiene un físico bárbaro. (Einstein)

* Morir es como dormir, pero sin levantarse a hacer pis.

* Voy a escribir algo profundo... Subsuelo.

* El dermatólogo es el único médico que puede dar diagnósticos superficiales.

* Aclamar es aplaudir con la garganta.

* La advertencia consiste en amenazar por las buenas.

* En Sodoma y Gomorra inventaron las relaciones públicas.

* Me pregunto: ¿Qué haría yo sin mí?

* Los mocos son la plastilina de los pobres.

* A Gardel le gustaban los tangos. A mi, los tangas.

* A una mujer famosa hay que levantarle un busto.

* Los escultores siguen viviendo en la Edad de Piedra.

* Me gustan los reincidentes porque no cambian de idea.

* Los notarios no creen en las sagradas escrituras.

* Hoy en día la fidelidad sólo se ve en los equipos de sonido.

* La esclavitud no ha sido abolida, solo se puso en nómina.

* Hay estudiantes a los que les apena ir al hipódromo y ver que hasta los caballos logran terminar su carrera.

* Estoy en una situación tan delicada que si mi mujer se va con otro, yo me voy con ellos.

* La calvicie puede que sea símbolo de virilidad, pero nos reduce la oportunidad de comprobarlo.

* Esta bien ser abstemio, pero con moderación.

* No quiero trabajar como conductor de autobús, porque no me gustan las cosas pasajeras.

* El mejor amigo del perro es otro perro.

* Ahorro debería escribirse sin h, para economizar una letra.

* Al seis lo inventaron en un dos por tres.

* Si el mundo es un pañuelo, nosotros ¿qué seremos?

* El negocio mas expuesto a la quiebra es el de la cristalería.

* No soy un pijo, o sea, lo juro por mis Reebok, ok?

* Dicen que cuando Piscis y Acuario se casan, el matrimonio naufraga.

* Algunos matrimonios acaban bien, otros duran toda la vida.

* Se separaron por incompatibilidad de ronquidos.

* Antes sufría de amnesia, ahora no me acuerdo.

* El fabricante de ventiladores vive del aire.

* El diabético no puede ir de luna de miel.

* ¿Por qué temblara la gelatina? ¿Será que sabe lo que le espera?

* Después de los 60, todos pertenecen al sexo débil.

* Matusalén murió por la ley de la grave-edad.

* Nunca hay que pegarle a un hombre caído, puede levantarse.

* La locura es hereditaria; se hereda de los hijos.

* No existen frases de seis palabras.

* He oído hablar tan bien de ti, que creía que estabas muerto.

* ¿Eres feliz o casado?

* En las guerras, los soldados reciben las balas y los generales las medallas.

* Hay poetas que inspiran... lástima.

* Intente suicidarme y casi me mato.

* Hay quienes estropean relojes, para matar el tiempo.

* ¡Justo a mi me toco ser yo!

* Tengo un sueño que no me deja dormir.

* Hay que trabajar ocho horas y dormir ocho horas, pero no las mismas.

* Los japoneses no miran, sospechan.

* ¿Cuál es el animal que después de muerto da muchas vueltas? El pollo asado.

* Las tortugas viven alrededor de 450... metros.

* A los ahorcados se les hace un nudo en la garganta.

* Cuando un medico se equivoca, lo mejor es echarle tierra al asunto.

* El medico general es el que sabe que su paciente morirá. El médico especialista es el que sabe de qué.

* Los libros de medicina no deberían tener apéndice.

* Los psiquiatras están cobrando precios de locura.

* La música japonesa es una tortura china.

* En los aviones el tiempo se pasa volando.

* El eco siempre dice la última palabra.

* Los mosquitos mueren entre aplausos.

* ¿Cuál es la mitad de uno? El ombligo.

* Esta es la sinfonía inacab...

* Mi padre vendió la farmacia porque no había más remedio.

* Todo hermano se interesa por una hermana, sobre todo si esa hermana es de otro.

* Los japoneses quieren abrirle los ojos al mundo.

* Arreglar los problemas económicos es fácil, lo único que se necesita es dinero.

* Unos se casan por la iglesia, otros por idiotas.

* El mago hizo un gesto y desapareció el hambre, hizo otro gesto y desapareció la injusticia, hizo otro gesto y se acabo la guerra. El político hizo un gesto y desapareció el mago.

* Conduzca con precaución. ¿Por qué morir en perfecta salud?

* El dinero no trae la felicidad, pero cuando se va, se la lleva.

* Bígamo: Idiota al cuadrado.

* Disfruta el día hasta que un imbécil te lo arruine.

* Hoy hace un buen día. Seguro que viene alguno y lo fastidia.

* Seamos realistas. Busquemos lo imposible.


¿Cuanto hace que estas ahi?



Lorena solía pasar muchas horas sentadas frente a un libro o una máquina de escribir o unos folios porque le gustaba leer y escribir. Se metía en su habitación y pasaba allí el tiempo tratando de hacer algo productivo por simple placer.
En ocasiones notaba como si alguien le observase desde atrás. La sensación era tan fuerte que no podía evitar volverse, y allí solía estar su padre, en el umbral de la puerta, observándola en silencio con una sonrisa en el rostro, posiblemente orgulloso de ver a su hija tan entregada a algo.
- ¿Cuánto hace que estás ahí? -Le preguntaba.
- Un ratito. -Contestaba él.
Y así sucedió en muchas ocasiones. Lorena se acostumbró a saber que cuando notaba esa mirada en la nuca, insistente, invisible, detrás estaría su padre mirándola con cariño. Era bonito vivir una sensación así.
Un día escuchó su nombre.
- ¿Qué? -preguntó al tiempo que giraba el rostro.
Se asombró de ver que no había nadie, y entonces se preguntó si había escuchado una voz de hombre o de mujer y no supo contestarse. No le dio más importancia y siguió con sus quehaceres.
Volvió a ocurrirle, y esta vez notó que la voz estaba "pegada" a su oído. Quien hubiera dicho "Lorena" lo tenía que haber dicho en un susurro firme justo en su oreja. Pero no había nadie, estaba completamente sola en la habitación. Tampoco esta vez hubiera sabido concretar si se trataba de una voz femenina o masculina pero lo que sí tenía claro era que lo había oído lo suficientemente fuerte como para arrancarla de sus pensamientos.
Su padre murió. Alguien le dijo que aquella casa estaba llena de espíritus que desde hacía mucho tiempo esperaban la llegada de su padre, y más tarde tendría oportunidad para comprobar si aquello era cierto o no... pero esta es otra historia, no quiero desviarme.
Lorena estaba una tarde en su habitación cuando notó a su padre en el umbral de la puerta. Se giró porque sabía que estaba ahí, como siempre, y la sonrisa desapareció de su rostro cuando recordó que su padre ya no estaba. Sintió un escalofrío porque sabía que aquella sensación había sido tan vívida y tan fuerte como cuando el hombre estaba vivo, y no supo qué pensar.
De nuevo y durante un tiempo, siguió escuchando a alguien llamarle al oído y también la mirada clavada en la nuca, pero de nuevo y durante todo ese tiempo que duró, allí ya no había nadie.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Letreros curiosos

Recopilación de letrros chistosos XD. sorry pero tengop weba asi k no hay nada mas k subir.

domingo, 23 de agosto de 2009

Ilusiones Opticas

Primero con lo primero... Vamos a analizar que tan limpia o sucia esta tu mente:


Los especialistas dicen que esta imagen puede verse de dos perspectivas, pues los niños ven esta imagen como delfines y los adultos como una hombre y una mujer en acto sexual.

y tu ¿que ves en la imagen?, ¿Cuantos delfines puedes ver?.


Ahora mira esta imagen Que ves en ella?

Si viste una ventana abierta con ropa tendida afuera entre ella unas medias, un gato en la ventana, una copa sobre una mesa adentro de la casa, una maceta, una cortina, etc. estas bien. pero si viste una mujer tu cerebro es muy lento jeje.

En esta otra imagen debes de encontrar la cara de un hombre.

De acuerdo con experimentos médicos:

Si lo encuentras en tres segundos, tu cerebro es más desarrollado que el de las personas normales.

Si lo encuentras en un minuto, tu cerebro tiene un desarrollo normal.
Si te tardas de 1 a 3 minutos, tu cerebro esta reaccionando lentamente, ingerir mas proteína te puede ser de ayuda.

Si te tardas mas de 3 minutos, tu cerebro es muy lento y la única sugerencia es ensayar con mas diseños de este tipo para desarrollar esta zona del cerebro.


Ahora en esta imagen, busca el ladron de la escena. has clic en la imagen para hacerla mas grande.


Y por ultimo mira esta en la que parece que los circulos se mueven pero no es así


lunes, 17 de agosto de 2009

Amigo sencillo o verdadero

Un amigo SENCILLO nunca te ha visto llorar.
Un amigo VERDADERO tiene los hombros húmedos por causa de tus lágrimas.

Un amigo SENCILLO no conoce los nombres de tus padres.
Un amigo VERDADERO tiene sus números de teléfono en su libreta de direcciones.

Un amigo SENCILLO trae una botella de vino a tu fiesta.
Un amigo VERDADERO llega temprano para ayudarte a cocinar y se queda hasta tarde para ayudarte a limpiar.

Un amigo SENCILLO odia cuando le llamas después de haberse acostado.
Un amigo VERDADERO te pregunta por qué te tardaste tanto en llamar.

Un amigo SENCILLO procura hablar contigo acerca de tus problemas.
Un amigo VERDADERO procura ayudarte con tus problemas.

Un amigo SENCILLO, al visitarte, actúa como un invitado.
Un amigo VERDADERO abre el refrigerador y toma lo que necesita.

Un amigo SENCILLO espera que siempre estés ahí para Él o ella.
Un amigo VERDADERO siempre estará ahí para ti.

Un amigo SENCILLO leerá esto y lo lanzará a la basura.
Un amigo VERDADERO te lo enviará hasta que esté seguro de que lo has recibido.

Parábola del buen suicidio



Un día, cuando ingresé a la preparatoria, vi a un chico de mi clase caminando hacia su casa desde la escuela. Su nombre era Kyle y estaba cargando todos sus libros. Pensé: ¿Por qué alguien trae todos sus libros a casa en viernes? Debe ser un matado.

Tenía planeado un gran fin de semana (fiestas y un juego de fútbol en la tarde), así que sólo me encogí de hombros y seguí mi camino. Mientras caminaba, vi a un grupo de chicos corriendo hacia Kyle.
Le tiraron los libros que traía cargando y lo empujaron para que cayera al suelo. Sus anteojos salieron volando y vi como cayeron en el pasto a unos tres metros de él. Miró hacia arriba y observe una terrible tristeza en sus ojos. Mi corazón se volcó hace él. Corrí ha él y mientras se arrastraba hacia sus anteojos, vi lágrimas en sus ojos.

Mientras le entregaba sus anteojos, le dije: esos tipos son unos idiotas. Deberían ocuparse en algo. Me miró y dijo: oye, ¡gracias!
Había una enorme sonrisa en su cara. Era una de esas sonrisas que mostraba auténtica gratitud. Le ayudé a recoger sus libros y le pregunté dónde vivía. Resultó que vivía cerca de mi casa, así que le pregunté por qué nunca lo había visto en el vecindario. Dijo que había ido a una escuela privada anteriormente (yo nunca me había juntado con un chico de una escuela privada). Hablamos en el camino a casa. Resultó ser un chico muy agradable. Lo invité a jugar fútbol conmigo y mis amigos el sábado en la mañana y aceptó.

Pasamos juntos el fin de semana y mientras más lo conocía, más me agradaba. Mis amigos pensaban igual. Llegó la mañana del lunes y allí estaba Kyle de nuevo con su enorme montón de libros. Lo detuve y le dije que si continuaba así, iba a conseguir muy buenos músculos. El simplemente se rió y me pasó la mitad de los libros. Durante los siguientes cuatro años, Kyle y yo nos convertimos en los mejores amigos.

Cuando estábamos por salir de la preparatoria, empezamos a pensar en la Universidad. Kyle escogió Georgetown, mientras que yo escogí Duke. Yo sabía que siempre seríamos amigos y que la distancia nunca sería un problema. Él decidió convertirse en doctor y yo conseguí una beca en fútbol para estudiar en la escuela de negocios. Lo molestaba todo el tiempo de que era un matado. Incluso fue de los primeros seleccionados por Universidades y se estaba preparando para el discurso del día de graduación. Me alegre de no tener que ser yo el que tuviera que pasar al frente y hablar.

El día de la graduación, Kyle lucía fantástico. Se adaptaba e incluso se veía bien con anteojos. Tenía más citas que yo y todas las chicas lo amaban. Bueno, algunas veces estaba realmente celoso de él.
Hoy era uno de esos días en que él estaba nervioso. Así que le di una palmada en la espalda y le dije: Oye, amigo, estarás genial. Me miró con una de esas miradas (de agradecimiento), sonrió y dijo: gracias.

Mientras empezaba su discurso, aclaró su garganta y empezó. El tiempo de graduación es el de agradecer a aquellos que nos ayudaron a lograrlo a través de esos años difíciles; nuestros padres, nuestros maestros, nuestros hermanos, tal vez un entrenador... pero más que nada a los amigos. Estoy aquí para decirles que ser un amigo es el mejor regalo que le puedes dar a alguna persona. Les voy a contar una historia -prosiguió (yo miraba incrédulamente a mi amigos mientras contaba la historia del primer día en que nos conocimos)-. Había planeado suicidarme ese fin de semana, dijo. Nos contó acerca de cómo había vaciado su casillero para que su mamá no tuviera que hacerlo después y estaba llevando sus cosas a la casa.

Me miró profundamente y me regalo una sonrisa. Gracias a Dios, fui salvado. Mi amigo me salvó de hacer lo indecible. Oí una exclamación de la multitud, mientras este guapo y popular muchacho nos comentó acerca de su momento de debilidad. Yo vi a sus padres mirándome y sonriendo agradecidamente.

Hasta es momento no me di cuenta de la profundidad de esto.

Nunca subestimes el poder de tus acciones. Con un pequeño gesto puedes cambiar la vida de una persona. Para bien o para mal, Dios nos puso a cada uno en la vida para afectar a otros de alguna manera. Busca a Dios en los demás.

Los amigos son ángeles que nos ponen en pie cuando nuestras alas tienen problemas al recordar como volar.

Autor: desconocido

martes, 4 de agosto de 2009

Lo que uno encuentra en internet =S

Yo estaba como cualkier otro día viendo videos en youtube, y queria buscar un video con una música qué sólo empleara el piano y la guitarra electrica, y me va saliendo este intento de video que según es de un wey que toco la mejor improvisacion en guitarra pero no manchen ya se pasan o sea disculpen por la palabra pero ¿no parece un ideota el wey?...
mejor ni segui buscando nada pero ahi les dejo el video para que vean que lo que digo es verdad y por favor no lo intenten en casa por que esto no tiene nombre.


domingo, 2 de agosto de 2009

¡¡¡ Nuevo Blog !!!

O.o siii un nuevo blog.
Pero no para sustituir este. ¡Nunca!
Cree un nuevo blog para Recordar lo k hago día a día por q luego se me olvida todo todo y para evitar los problemas que me causa no acordarme de las cosas pss aki dejo este nuevo blog para expresar mis sentimiento, emociones, felicidades y tristezas de mi vida XD.

Bueno visitenlo si tienen tiempo plz.
IO seguire posteando aki sobre lo k ustedes ya sabes diversion, ocio y cozas asi XD.
A si les dejo el URL del Blog:

http://memoriasdemarcking.blogspot.com/

¡¡¡ No Olvides Dejarme Un Comentario !!! hasta arriba a la derecha ^-->